Leía el otro día en el blog De Mamas & De Papas de El País cómo la periodista Cecilia Jan se lamentaba de
que su niña, de 5 años, le había pedido una Nintendo por su sexto cumpleaños,
porque la mayoría de sus amigas (de cinco años, algunas de cuatro) ya la tienen. La madre, descolocada, no sabe
qué hacer... Y la entiendo.
Sorprende que niños que aún no saben ni leer ni escribir
manejen con soltura todo tipo de aparatos y pantallas táctiles y, sobre todo, que
tengan esa atracción tan intensa hacia la tecnología.
Los expertos en
nuevas tecnologías, y los que se encargan de poner nombre a las tendencias, hace
tiempo que, para explicar la relación de las personas con el invento más
popular del siglo XX, Internet, acuñaron la expresión nativos digitales para referirse a los que nacen y crecen en este nuevo mundo
dominado por la tecnología, lo que implica que aprenden a utilizarla y a vivir
con ella de manera natural, frente a nosotros, inmigrantes digitales, que hemos
tenido que aprender sobre la marcha, e incluso a marchas forzadas.
Nuestros hijos, por tanto, son nativos de Internet (y de los
móviles, de las pantallas planas, del whatsapp, del ecommerce, de la
videoconsola, de los reality shows, del pay per view, del DVD…) y de tantas herramientas y tendencias que han
cambiado la forma de informarnos, entretenernos y relacionarnos.
No digo que estos comportamientos y aficiones sean peores ni
mejores que los que teníamos nosotros, padres, hace dos o tres décadas, pero,
precisamente por haber crecido en otra época, es difícil no tener ciertas suspicacias
hacia este nuevo modelo de educación, aprendizaje y ocio.
Por eso, aunque asumo que mi hija es una nativa digital, no
puedo evitar dar un respingo cuando leo sobre determinados estudios que alertan
sobre los riesgos en los niños de una sobreexposición audiovisual o tecnológica; sobre la
necesidad y conveniencia de que los pequeños se interesen por la lectura
pausada, las imágenes inmóviles de los cuentos, la letra sin aderezos de los
libros… Y me pregunto: ¿seré capaz de inculcarle a mi hija ese gusto por los
libros, a pesar de que en su entorno predomine la vertiginosidad de las pantallas?
En mi infancia yo devoraba los libros. Recuerdo con
nostalgia los de Enid Blyton, la autora de Los Cinco, aquella pandilla de amigos que
desentrañaba misterios en sus vacaciones; Santa Clara o Torres de Malory, historias
de un internado que invitaban a soñar con la cercana adolescencia, al igual que
Puck, que describía unos paisajes daneses que parecían tan exóticos y lejanos. Después
me atrapó Agatha Christie, que me creó todo tipo de aspiraciones detectivescas…
Los libros permiten vivir e imaginar historias de una manera tan intensa y
personal…
Por si acaso, a mi hija, de dos años y medio, le compro
libros. No le disgustan, pero no le veo el mismo interés que le despiertan los
aparatos y las pantallas. Nuestra última adquisición fue El pollo Pepe, un libro recomendadísimo en blogs y foros de Internet. Es
entretenido y original, sí, pero 12 euros por 8 páginas de libro me parece un
poco exagerado. El caso es que el librito va por la nosecuantésima edición, un
auténtico pelotazo.
Pensándolo bien, no
sé qué hago escribiendo este blog en lugar de estar maquinando historias
infantiles de 8 páginas para forrarme. Adiós ;).